Detrás del dolor había un propósito y algo que Dios quería enseñarme
Mi nombre es Dina Cruz, tengo 54 años, y la manera como llegué a Libres en Cristo fue a través del curso de Sanando un Corazón Roto, que está dirigido a mujeres que han vivido la infidelidad de su pareja. Mi matrimonio se rompió después de 25 años de casados; ahora vivo separada y con dos hijas.
Nos casamos en la iglesia cristiana a la que asistíamos con regularidad, tratando de involucrarnos con grupos de discipulados y de matrimonios. Con el pasar del tiempo, mi esposo y yo empezamos a distanciarnos, a tener problemas de comprensión mutua, pasamos por varias consejerías ocasionales con parejas de la iglesia local a la que asistíamos; descubrí sus infidelidades, las cuales yo perdonaba, y así continuamos luchando, tratando de sobrellevar el matrimonio. Pero no logramos acercarnos, sino al contrario, había más distanciamiento emocional y discusiones.
En el año 2020, en la pandemia, mi exesposo se quedó desempleado. No fue sino hasta 8 meses después que obtuvo un nuevo empleo, pero se alejó más drásticamente de mí, era indiferente, apático y desconectado. En este tiempo que él estuvo trabajando lejos yo me sumergí en oración y Dios permitió que saliera a la luz, de manera sobrenatural, lo inesperado: tuve acceso a su teléfono, algo que nunca hacía ya que él no lo permitía. Me quedé petrificada, mi corazón palpitaba a mil por hora al descubrir que no solo era una infidelidad, recibí un golpe con violencia, este evento sería el inicio de un proceso para recuperar lo valioso que había descuidado y que había perdido.
Fue así como a las pocas semanas del suceso me inscribí en el curso Sanando un Corazón Roto. Al iniciar las primeras lecciones del curso, caí a los pies de Cristo Jesús, arrepentida, sentía una urgencia de confesar y buscar al Señor, solo quería centrarme en lo verdadero, y en el consuelo del Señor. También me uní al curso en zoom, que inició a las pocas semanas. Agradecía a Dios por cada enseñanza, por el contenido tan profundo de cada lección, ya que me dio la fuerza para continuar y para enfocarme en mi sanidad.
Sin embargo, y a pesar de que ya llevaba 4 años en un proceso de sanidad, el Señor empezó a inquietarme, pues sentía que algo en mí necesitaba ser sanado, que al mismo tiempo pensé que era la raíz de muchos pensamientos y actitudes incorrectas. Me preguntaba, por ejemplo, por qué me sentía tan desconfiada de los hombres y por qué sentía que no podía acercarme a ningún varón, incluso en la iglesia, sin tener pensamientos incorrectos. Además, el Espíritu Santo me guiaba a buscar ser libre y no quería posponerlo más.
Fue así como decidí tomar el curso de Señales de Amor, que está pensado para ayudar a aquellos que han tenido una experiencia de abuso sexual en algún momento de sus vidas. Las lecciones me mostraban como en un espejo mi vida, pude ver muchos aspectos de mi comportamiento, defectos de carácter y hábitos pecaminosos, que no me permitían avanzar.
Yo crecí en un hogar de padres unidos. Soy la segunda de 3 hermanos, mi hermano mayor y una hermana menor que yo. Recuerdo que vivíamos en escasez y, aunque poco nos divertíamos, sí tengo algunos eventos especiales en mi memoria. Mi padre era un hombre trabajador y ausente; mi madre, una mujer luchadora, cariñosa y recuerdo sus cuidados, pero indirectamente ausente, era muy callada.
En el poco tiempo que vivimos juntos con mi papá, observé a mis padres teniendo intimidad sexual, aunque no eran tan destapados, sí se escuchaba y los veía, ya que dormíamos todos en el mismo dormitorio. Era algo que no lograba comprender del todo.
Mi padre se fue de casa cuando yo tenía 7 años y llegaba a casa esporádicamente y las pocas veces no se quedaba mucho tiempo y se iba al anochecer, recuerdo que en estos años extrañaba mucho a mi padre. Con el tiempo mi madre tuvo que salir a trabajar, nos quedamos en casa mis hermanos y yo, pero la historia del abuso que más me marcó fue cuando una noche, yo tendría tal vez unos 10 u 11 años, recuerdo que me desperté repentinamente y me sorprendió ver a mi hermano tan cerca de mí, tratando de tocarme mis pechos y besar mis labios. Recuerdo que me asusté mucho, creo que le dije que se fuera, pero a partir de ese día, me sentía con temor de que volviera a suceder, y volvió a suceder, pero yo me defendí, así que no permití que se acercara más a mí, aunque definitivamente ya no pude dormir tranquila.
Recuerdo que se lo dije a mi madre y un día que llegó mi padre, simplemente tuvieron una conversación con él diciendo que no lo hiciera. Solamente, pero no lo ayudaron y creo que ese fue un tiempo de mucha angustia porque tenía mucho temor que le hiciera algún abuso a mi hermana 7 años menor que yo; hasta la fecha no sé si lo hizo o no. En una sola ocasión recuerdo haber visto a mi hermano masturbándose, lo cual no dejó de hacer a pesar de que yo estaba cerca, esto me dejó una imagen muy oscura y confusa en mi mente, que me marcó fuertemente.
Puedo decir que lo que más me dolió fue que mis padres no nos ayudaron y no me protegieron. Mi padre se fue del país cuando yo tenía 12 años. Cuando mi hermano se casó, sentí un gran alivio y se fue de casa, pero también mi relación con mi hermano fue muy distante y hasta hoy día lo es.
En medio de tanto abandono, de vivir y crecer en un lugar donde no había temor de Dios, exponiéndome día a día a un ambiente impuro, yo siendo una pequeña niña con ilusión de vivir y de reír, absorbí de una manera profunda el ambiente sexual impuro acompañado del pecado. Yo también experimenté con la masturbación, lo que me llevó a sentir mucha culpa. Me volví una niña introvertida y callada.
A los 12 años recibí a Cristo Jesús en una campaña evangelística y empezamos a ir a la iglesia como familia. Busqué a Dios y le confesé mis pecados y me permití recibir Su perdón. Estaba decidida a alejarme del pecado sexual, incluso busqué a mi pastora para contarle esa parte de mi vida.
En el curso me sucedió algo difícil de entender. Por un lado, sentía una fuerte opresión en el pecho al confesarle a Dios y a mi mentora lo que había en mi corazón; por otro lado, pude sentir la libertad y la confianza de confesar algo que siempre me había causado vergüenza y culpa.
La lección del perdón no fue tan sencilla de afrontar, pero sé que pude tener las fuerzas suficientes para hacer los ejercicios y creer que Jesús vertió su sangre en cada una de las ofensas que había recibido desde mi infancia. Él me dio la fuerza para perdonar a mi hermano, a mis padres y a mi exesposo.
Un ejercicio que marcó mi proceso fue el de las tarjetas, ya que cuando tocó perdonar una por una las ofensas que había anotado en ellas; podía ver mientras oraba que la sangre del Señor, brillante, roja, densa, se deslizaba en cada una de estas tarjetas dejándolas limpias. Para ser honesta y transparente, al principio sentí un vacío, pero también sentí cómo iba siendo liberada de un gran peso. Pude sentir cómo Su presencia iba llenándome, ocupando esos espacios de mi corazón.
La lección número 11 me confrontó mucho al entender cómo funcionaba el ciclo de victimización. Recuerdo claramente que yo le confesé a mi esposo el abuso que yo viví por parte de mi hermano, y también le confesé otras situaciones, porque yo pretendía ser honesta antes de comprometernos y de casarnos.
Al principio del matrimonio él se mostró considerado y empático por lo sucedido, y yo me sentí rescatada por él; y lo admiraba por eso. Lo vi así por muchos años, pero después él empezó a referirse a mi hermano como el violador y me acusaba a mí, se convirtió en mi perseguidor siempre diciéndome que yo era una persona con problemas emocionales; esto era muy recurrente y me sentía acusada, yo le explicaba que ya lo había perdonado, pero ahora entiendo que el papel de él era para manipularme y acusarme tal vez para justificar su adulterio. Ahora puedo entender que Dios quería que yo pasara este curso para sanar y liberarme de todo el dolor que sentía.
En la actualidad, continúo en mi proceso permanente de ser limpiada para poder comprobar que la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, porque de lo contrario seguiré tropezándome con mi voluntad y autosuficiencia.
No me canso de repetírmelo: “Dina, estás en proceso hasta que llegues al cielo, estás en proceso, la nueva criatura sigue siendo formada y enseñada”. Sigo muriendo y soltando lo que Él me pida y abrazando lo que Él me da. Dios cuenta conmigo para ser la mujer que Él desea: una adoradora solo de Él.
Hoy puedo decir que gracias a todas las lágrimas que derramé y gracias a todo el dolor y los golpes que recibí, ya no soy igual; todas las cosas dolorosas me han transformado, más que las que no duelen. Los momentos que me sacaron lágrimas, sacaron brillo de mí.
La escritura en Salmo 4:1 dice: “Estando en angustia, tú me hiciste ensanchar”.
Detrás de todo eso que dolía había un propósito y lo que Dios quería enseñarme. Hoy puedo decir que ya comprendí y puedo confirmar que ninguna mujer fuerte es protagonista de una vida fácil; que soy la mujer de los sueños de Dios, de lo que Él quiere para mí. Antes de terminar con este testimonio, quiero hacer una mención especial y agradecer a cada una de las mentoras que me han acompañado en mi proceso, por su acompañamiento incondicional, por estar cerca, por escucharme tantas veces y por inspirarme hoy a estar aquí.
