Jesús plantó un jardín en mí

Antes cuando contaba este testimonio me daba mucha vergüenza, pero cada vez que lo hago Dios me sana y me recuerda que aún hay propósito en mi vida. Mi nombre es Manuel Jiménez y esta es mi historia de victoria sobre el abuso sexual. Tal vez pueda ser parecida a la tuya, pero si algo puedo decirte es que Dios usa nuestro más oscuro pasado para poder dar esperanza a quien lo necesita.

Todo comenzó cuando tenía 5 años. Un vecino, amigo de la familia, aprovechó un momento en el que estábamos viendo televisión junto a sus hermanos. Mientras el resto de la familia estaba fuera de la casa, me llevó a su cuarto con el pretexto de buscar algo. Pero esa búsqueda era una mentira, solo una excusa para aprovecharse de mí. Recuerdo claramente sus palabras: "Vamos a jugar, tranquilo, no pasará nada malo". Esas frases aún resuenan en mi mente. Lo que ocurrió no fue un hecho aislado, sino algo que se repitió durante meses. Desde entonces, me sentí atrapado en un estado de confusión y miedo. No entendía lo que estaba pasando ni sabía qué hacer, pues estaba muy pequeño para saberlo.

Aquel suceso arruinó mi infancia. Me convirtió en un niño tímido y callado, atrapado en la culpa y la vergüenza, sintiendo que algo estaba mal en mí sin poder entenderlo. Nunca pude contarle a mis padres lo sucedido, pues el vecino me hizo prometer que sería nuestro secreto. Cedí por miedo y guardé silencio.

Mi timidez hizo que otros niños en la escuela e incluso mis primos me vieran como alguien frágil. Me convertí en blanco de burlas y bullying, especialmente por mi cercanía con las niñas, pues era un lugar donde me sentía seguro. Me llamaban “niña” “marica” y, aunque intentaba ignorarlos, el dolor se acumulaba cada día. Sentía un nudo en la garganta, mis labios temblaban queriendo soltar el llanto, pero lo reprimía hasta estar solo.

Mi rendimiento escolar comenzó a decaer drásticamente, pues me costaba concentrarme y mantener el mismo nivel de aprendizaje que antes. Con el tiempo, me fui aislando cada vez más, volviéndome un niño antisocial, poco comunicativo y con dificultades para hacer amigos. Me convertí en el blanco perfecto para sus burlas, alimentando aún más mi sensación de vulnerabilidad.

Al cumplir mis 8 años era como un imán que atraía a mis primos, vecinos y tíos para que abusaran de mí en diferentes ocasiones; llegué al grado de normalizar esto en mi vida. Recuerdo claramente esa sensación de nerviosismo y quedarme congelado completamente, que me imposibilitaba el poder hacer algo como salir corriendo de ese lugar.

Recuerdo que esos mismos primos fueron quienes comenzaron a mostrarme revistas pornográficas. Me enseñaban cada imagen, cada escena, describiéndolas con una naturalidad perturbadora, como si todo aquello fuera algo normal. Luego, con una mirada insistente, me decían que eso mismo lo harían conmigo. Yo, en silencio, solo los miraba sin poder reaccionar. Sentía mi cuerpo completamente paralizado, comenzaba a sudar, como si de repente hubiera perdido la capacidad de hablar.

En varias ocasiones también fui abusado por mis tíos mayores, quienes normalizaron tanto el tocar mis genitales. Por dentro, quería gritar con todas mis fuerzas: “¡Ya no lo hagas, por favor! ¡para con esto”, pero mis labios no emitían sonido alguno. Era como si me hubiera convertido en una persona muda, atrapada en un cuerpo que no me obedecía, congelado por el miedo, la confusión y la impotencia.

Hasta ese punto ya me sentía como un simple objeto, un juguete para cualquiera; alguien sin voz ni control sobre su propio cuerpo. Me convertí en un niño que ya no tenía ganas de jugar ni de compartir con otros niños de su edad. Evitaba cualquier reunión familiar y me aterraba la idea de ir a casa de mis abuelos, tíos o vecinos porque, en el fondo, sabía lo que podía ocurrir.

El miedo se convirtió en una sombra constante en mi vida. Me daba terror estar solo, pues en esos momentos mi mente revivía todo lo que había pasado. Nunca me atreví a confesar nada. Tal vez por miedo, por vergüenza o simplemente por el temor de causar un problema en la familia. Sentía que ya guardaba demasiados secretos y que, si hablaba, todo empeoraría.

Cuando cumplí 11 años mi abuela me invitó a una iglesia evangélica. Allí comencé a conocer de Jesús, pero no entendía nada, solo estaba por una emoción tal vez, pero nada genuino; conocí a nuevas personas, entre ellas a un joven de 25 años que siempre estaba rodeado de jovencitos de mi edad.

Este sujeto comenzó a acercarse más a mí, platicábamos, me acompañaba a casa después de las reuniones; se acercó a mi familia y todo iba bien hasta que un día, en medio de una conversación, comenzó a hablar en doble sentido hacia cosas sexuales, y entonces comencé a recordar todos mis traumas. Hacía referencia hacia los genitales de los hombres.

Un día me llevó a su casa y comenzó a abusar de mí, recuerdo que fue la primera de muchas ocasiones en las que lo hizo hasta mis 17 o 18 años, e incluso lo hizo dentro de la iglesia a la que servía. Cuando íbamos de campamento, él elegía dormir conmigo para abusar de mí, lo hizo en varias ocasiones, y no dudo que yo haya sido el único adolescente. Todo esto provocó aún más confusión en mi vida. También comencé a tener un concepto erróneo hacia Dios, provocando un enojo y odio hacia Él, cuestionando siempre el por qué a mí.

Estaba a punto de ingresar a la preparatoria y, en ese momento, no sabía si mis sentimientos me llevaban hacia las chicas o hacia los chicos, y esa confusión se apoderaba de mí. Mi mente estaba rota, por los suelos, y sentía que no podía encajar en ningún lugar. Todo ese sufrimiento lo llevaba en silencio, guardando mis recuerdos y emociones sin atreverme a contarle a nadie lo que realmente estaba pasando dentro de mí.

Para entonces ya era un adicto a la pornografía y a la masturbación. Comencé a buscar placer en revivir los recuerdos de mis abusos a través de lo que veía. Mi mente estaba tan sexualizada que no podía pensar ni ver las cosas de una forma asquerosa. Cualquier hombre que me veía yo ya sabía distinguir que su mirada era solo para tener sexo conmigo.

Cuando finalmente cumplí la mayoría de edad, sentí que ya era un caso perdido. Mi vida parecía estar fuera de control, y empecé a ceder a una realidad que no quería aceptar. Comencé a sentir una atracción indeseada por el mismo sexo y, en lugar de rechazarla, me entregaba a esos deseos. La confusión ya no solo formaba parte de mi mente, sino que se reflejaba en mis acciones. Me decía a mí mismo que no tenía remedio, que era algo con lo que tendría que convivir por siempre.

Sin embargo, Dios se ha manifestado con fidelidad en mi vida. Hoy, al mirar hacia atrás y recordar todo lo que he vivido, puedo decir con certeza que no importa cuán oscuro haya sido el camino, siempre hay esperanza. Desde el 2022 Dios comenzó a hacer una obra transformadora en mi vida. Durante todo este tiempo, me ha llevado por un valle de dolor, pero nunca me ha dejado solo.

A pesar de todo lo que viví, Él ha estado a mi lado, guiándome y mostrándome que, aunque el sufrimiento fue real, Su amor por mí nunca flaqueó. Él odia todo lo malo que me pasó, todo lo que provocó y distorsionó en mí el abuso, y lo mejor de todo es que Él lo entiende, porque también sufrió. Su amor es un refugio que me ha sanado, una fuerza que me ha levantado en mis momentos más bajos.

Lo más hermoso de todo esto es que, al caminar con Él, me ha mostrado algo mucho más grande y mejor de lo que nunca imaginé, algo que anhelaba desde niño: una casa, una familia feliz. Día a día, Él me acerca más a esa promesa que siempre estuvo en mi corazón, pero que nunca creí posible. Cada paso que doy junto a Él es un paso más cerca de vivir la vida que siempre soñé, una vida llena de amor, paz y propósito.

Quiero que sepas que, si pasaste por algo parecido o peor, nunca has estado solo. Puede que hoy sientas que no hay salida, que todo está perdido, pero hay esperanza. Dios no ha terminado contigo. Así como Él ha florecido mi jardín, a pesar de las espinas y la maleza que el abuso provocó, también puede hacerlo contigo. Él quiere restaurarte, sanar las heridas más profundas y hacer nuevas todas las cosas en tu vida. Si aún estás respirando es porque hay propósito, porque hay una nueva oportunidad.

Hoy, mi testimonio es un testamento de que, sin importar cuán quebrantados estemos, siempre hay lugar para la restauración y la renovación. No te rindas. El amor de Dios nunca te abandona, y siempre está dispuesto a sanarte, a levantarte y a hacer florecer lo que parecía marchito. Hay esperanza, y esa esperanza se llama Jesús.

“Mas yo haré venir sanidad para ti, y sanaré tus heridas, dice Jehová; porque desechada te llamaron, diciendo: Esta es Sion, de la que nadie se acuerda”. Jeremías 30:17.